Y allí estaba yo, sentado frente al mar, desafiándolo silenciosamente: a mi lado, el calor de mi gente; al suyo, el abismo.
Las hogueras no tardaron en prender y como todos los años, la playa abarrotaba de gente y alcohol. Poco a poco me fui sumergiendo en la magia de esa noche única. Primero se quemó la falla, dando el pistoletazo de salida a los ya más que tradicionales fuegos artificiales. El siguiente paso era escribir los deseos. Sorteándonos el escaso papel y el único bolígrafo, el turno llegó a mí. Tras vacilar un poco, me separé del grupo y me dispuse a escribirlos, para después ejercer de pagano quemándolos en la hoguera y realizando los tres imprescindibles saltos.
Volví a mi lugar y me dediqué unos instantes. Era la primera vez que me reencontraba conmigo mismo. Sentía como la paz inundaba cada rincón de mi cuerpo y mis emociones se estabilizaban. La magia de San Juan embargaba mi alma.
Contemplé primero de nuevo el horizonte difuminado en el cielo estrellado y recordé a todos aquellos que me ayudaron a llegar con mis pasos a la orilla en la que me encontraba. Acorté distancias e hice una panorámica de 360º, observando como el fuego iluminaba las sonrisas que el karma le devolvía a los míos. Por ultimo volví a mí y pude sentir mi corazón latiendo más fuerte de lo que podía recordar. Cerré los ojos y agradecí los abrazos que la brisa me obsequiaba mientras me prometía no olvidarme nunca más de quién soy.